Creo que siempre lo supe. O quizá nunca, no lo sé. Tal vez me lo imaginé, y no estuve segura. El viento era frío, y yo no entendía lo que intentabas explicarme. Tú siempre andabas por aquí y por allá, sin parar, con manchas de barro en la camiseta, y yo no podía seguirte el ritmo. Cuando yo subía, tú ya estabas esperándome en el final de las escaleras. Siempre fue así. Eras el chico sonrisas, y tú lo sabias. Eras todo lo que yo quería ser, tan lleno de magia, tan especial. El vivo retrato del fuego, y yo sólo podía quemar contigo.
Y así pasaban los años, viviendo junto a ti. Tan dependiente, tan necesitada de ti, que no me di cuenta que tú, y tus infinitos ojos verdes, me advertían de algo que no supe hasta mucho tiempo después.
Que todo tiene un fin, y que ése fin era tan próximo, que si alargaba la mano, podía tocar sus dedos.
No diré que fue un final abrupto, por que no lo fue; pero, en cierto modo, me negué a creer que todo estaba cambiando. Suprimí tus sonrisas cansadas y tu voz hecha un hilo, esa que antaño podía escuchar en la profundidad de los bosques, ahora sólo podía escucharla pegada a tu labios. Borré tus respuestas vagas y tus frases inconclusas, las que traían consigo un mal augurio. Pero por encima de todo, intenté no ver tus ojos velados.
Hasta que, por desgracia o por fortuna, llego el frío invierno, y tú te confundías con el paisaje nevado; tú, que tu piel siempre había gozado de un precioso color canela. Te mezclabas entre el viento seco, helado; tú, que cada centímetro de tu cuerpo desprendía un olor a bosque mojado.
Y de repente, ya no hablábamos de cosas insustanciales, nuestra charla era profunda, demasiado llena de seriedad para mi, que siempre he sido tan asustadiza. No las entendía, o, al menos, pretendía no hacerlo.
Te pusiste de pie, y esa vez, no me ayudaste a hacerlo. Dijiste, con tu voz rota, que me echarías de menos. Y yo no entendía que pasaba. Fijaste los ojos en algún punto impreciso, y susurraste que tenías que irte. El viento era frío, y yo no comprendía que querías decir con eso. Empezaba a nevar, y cuando llevé mis ojos al cielo, supe que el blanco siempre sería más triste que el negro.
Cuando los bajé para decírtelo, tú ya habías desaparecido entre la inmaculada nieve.
Te fuiste con el otoño, con las golondrinas, a un lugar donde tus infinitos ojos verdes, harmonizaban con el paisaje, uno primaveral, con campos de amapolas y brisas suaves, y no aquí en medio de un desierto blanco, frío y monótono.
Y así pasaron los años, viviendo sin ti. Tan sumergida en mi dolor, tan angustiada por tu pérdida que no me di cuenta que tú, y tus infinitos ojos verdes, me advirtieron de algo que no supe hasta hoy.
No eras tú el que cambiaba, era yo.
No podía seguirte el ritmo, éramos dos extremos que se unieron por casualidad en un punto minúsculo de nuestro camino.
No podía seguirte el ritmo, ni tu tampoco a mi.
No eras tú el que cambiaba, éramos los dos.