A veces, en este nuestro camino, que a penas se puede distinguir de todos los demás, tan rodeados de otros, tan fugaces como los hilos de la cara opuesta de un telar, encuentras no esa, si no esas personas, hermosos conejos blancos, con las que mueres por compartir su tiempo, su espacio; ocupar un ínfimo lugar de su vida. Y cuando lo haces, todo tu mundo cambia, se transforma, avanza un poco más a eso que llamamos felicidad, tan caótica y atrayente como un caleidoscopio.
Giras, subes, bajas, entras y sales a la vez. Te sientes vivo y quieres disfrutar de todo lo que te rodea, porque, de repente, a tu alrededor todo se ilumina y toma forma. Dejas de ver manchas borrosas, escalas de grises. Eres el tú del presente, y te encanta.
Y cuando se van, no sientes tristeza, quizá añoranza o un pequeño nudo en la garganta. Pero sabes que se van para seguir, para aprender, para saber y tal vez un día volver. Y esa vez ya no serás sólo tú el que escuche, el que lea, porque tú también habrás entendido muchas cosas, y tendrás muchas otras que enseñar.
Por eso no debemos olvidar cómo somos, así, pequeños, fugaces, como los hilos de la cara opuesta de un telar, entretejidos, sin apenas sentido. Tan maravillosos y resplandecientes como sólo la vida puede serlo.
'No te mueras todavía, tienes tiempo, espera. No es tu hora pequeña flor, dame un poco más de ti, dame un poco más de tu vida, espera.
En las historias de amor no siempre hay sólo amor, a veces no hay ni un te quiero, y sin embargo, queremos.'
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