Es estúpido que te eche de menos. No, en serio, lo es.
Es como cuando vas a por comida, aun sabiendo que la nevera está vacía. O cuando quieres irte a casa, aunque la fiesta aun no ha acabado y no puedes largarte.
Es añorar por añorar. Por el simple gusto, sin plantearte la posibilidad de controlarse a uno mismo.
Y por eso es estúpido: porque es irracional. Y es jodidamente tentador tumbarte en la cama observando la oscuridad de la habitación y perderte en alguna ensoñación.
Donde apoyo mi frente sobre la tuya, me dejo maravillar tanto tiempo como quiero por tus ojos y puedo verte dormir en mi pecho y por fin encontramos paz.
Pero la canción acaba y ese pequeño paraíso junto a ella. Y vuelves a verte encerrada en esa misma habitación, en esa misma oscuridad.
En esos segundos, los justos en que vuelves a la realidad antes de buscar otra dosis, casi no te da tiempo a pensar en la tremenda gilipollez que estás haciendo.
Hasta que llega la sobredosis y no hay vuelta atrás. Llega el vacío, cuando la ensoñación, antes perfecta, pierde sentido. Cuando la realidad por fin muerde frenéticamente tu consciencia y tu edén marchita y muere.
Es en ese momento, en este, cuando inexplicablemente, vuelcas todo tu ser en un papel. Y aunque es poco lo que te queda, das incondicionalmente, como un viejo amante.
Lo realmente gracioso, es que siempre viene alguien y te dice que nunca podrás perder algo que jamás fue tuyo. Pero eso te la suda, porque lo sentiste como tuyo, como sientes ahora su pérdida.
Entonces llega la noche y te pierdes tú también, y eso está bien, porque a veces perderte es la mejor manera de encontrar aquello que buscas. Sí, sobretodo cuando sabes que lo que deseas encontrar no vendrá a buscarte por mucho que esperes sentada como el niño que pierde a su madre en las compras de navidad y, paciente, aguarda su llegada. Porque sabe que volverá.
No, en este caso has de buscarlo tú misma. Y debes ser valiente, y salir de la jaula. Aunque sea cómoda.
Me preguntaste una vez, porqué no temía a la muerte. Es fácil, te dije, la muerte es segura: todos tenemos un fin. Tarde o temprano, siempre nos acoge, es eso que llamamos inexorable. En cambio, la vida es dura, complicada e imprevisible. Por eso no le temo a la muerte, le temo a la vida, temo desperdiciarla.
Y ahora que te has ido tan lejos, sólo puedo añorarte y rezar. Rezar por tu felicidad y por la mía.
Es como cuando vas a por comida, aun sabiendo que la nevera está vacía. O cuando quieres irte a casa, aunque la fiesta aun no ha acabado y no puedes largarte.
Es añorar por añorar. Por el simple gusto, sin plantearte la posibilidad de controlarse a uno mismo.
Y por eso es estúpido: porque es irracional. Y es jodidamente tentador tumbarte en la cama observando la oscuridad de la habitación y perderte en alguna ensoñación.
Donde apoyo mi frente sobre la tuya, me dejo maravillar tanto tiempo como quiero por tus ojos y puedo verte dormir en mi pecho y por fin encontramos paz.
Pero la canción acaba y ese pequeño paraíso junto a ella. Y vuelves a verte encerrada en esa misma habitación, en esa misma oscuridad.
En esos segundos, los justos en que vuelves a la realidad antes de buscar otra dosis, casi no te da tiempo a pensar en la tremenda gilipollez que estás haciendo.
Hasta que llega la sobredosis y no hay vuelta atrás. Llega el vacío, cuando la ensoñación, antes perfecta, pierde sentido. Cuando la realidad por fin muerde frenéticamente tu consciencia y tu edén marchita y muere.
Es en ese momento, en este, cuando inexplicablemente, vuelcas todo tu ser en un papel. Y aunque es poco lo que te queda, das incondicionalmente, como un viejo amante.
Lo realmente gracioso, es que siempre viene alguien y te dice que nunca podrás perder algo que jamás fue tuyo. Pero eso te la suda, porque lo sentiste como tuyo, como sientes ahora su pérdida.
Entonces llega la noche y te pierdes tú también, y eso está bien, porque a veces perderte es la mejor manera de encontrar aquello que buscas. Sí, sobretodo cuando sabes que lo que deseas encontrar no vendrá a buscarte por mucho que esperes sentada como el niño que pierde a su madre en las compras de navidad y, paciente, aguarda su llegada. Porque sabe que volverá.
No, en este caso has de buscarlo tú misma. Y debes ser valiente, y salir de la jaula. Aunque sea cómoda.
Me preguntaste una vez, porqué no temía a la muerte. Es fácil, te dije, la muerte es segura: todos tenemos un fin. Tarde o temprano, siempre nos acoge, es eso que llamamos inexorable. En cambio, la vida es dura, complicada e imprevisible. Por eso no le temo a la muerte, le temo a la vida, temo desperdiciarla.
Y ahora que te has ido tan lejos, sólo puedo añorarte y rezar. Rezar por tu felicidad y por la mía.
Dear, como te dije la primera vez que me lo enseñaste, es jodidamente perfecto la manera en que lo describes, y odio que se pueda destripar de esa forma. Sigue transmitiéndome una sensación de dualidad extraña, algo raro.
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