Un, dos, tres. Empieza la música.
Miro hacia el centro, buscando tu mirada aún oculta en la oscuridad. Hoy todo va a cambiar, hoy serás tú la puta y yo el furibundo amante. Hoy serás tú quien mueras. Sin pensar, me adentro hacia el escenario, sola, sabiendo que aparecerás de la nada.
Y lo haces a la par de los violines, me sujetas por la espalda con la mano izquierda y con la derecha empujas suavemente mi abdomen para que me deje caer. Qué rápido es siempre. Con el corazón en un puño, ayudándome de tus hombros, vuelvo a reincorporarme y te enfrento mientras entrelazas tu mano con la mía y ciñes firmemente la otra en mi cintura. Te miro, te enfrento y no me dejo amedrentar. Y marchamos hacia atrás.
Me giras, me agarras, me tumbas y yo te empujo, te guío y te aprieto. Das cuerda y seguidamente la estiras, y yo, sabiéndome capaz, clavo mis tacones al suelo y dejo que la cuerda me queme las manos. Estás más enfadado que nunca, lo sé, tus ojos parecen dos vórtices incendiarios.
Tiras la cuerda, con desazón, y te acercas y me tomas, escondes tu rostro en mi cuello.
-Eres irremediablemente mía.
Yo clavo mis ojos al techo, mientras volvemos a girar y entrecruzamos las piernas al compás.
-No puedes pedirme eso. No puedo darte tanto. No puedes hacerme esto.
-Yo sé que es lo que te conviene.- Susurras y me muerdes.
Vuelves a separarte, me haces girar sobre mi misma y mi espalda pegada a tu pecho. Tranquilamente, este podría ser un tango cualquiera. Eso sí, desde fuera. El gesto que nos delata es esa manía tuya de atarme a ti, de amarrarme a tu cuerpo. Por eso tus manos no sujetan mis muñecas sino mis codos.
-Te lo prohíbo.- te advierto, mirándote de reojo.
Tú me sueltas de golpe, retándome, clavándome los ojos, moviéndote como una pantera, rodeándome. Casi no respiro, soy incapaz de ello. Señor, dame fuerzas, rezo.
Me acechas, me rodeas más rápido y más cerca, casi hasta chocar con mis labios, soltando tu aliento sobre éstos. Me tomas de la nuca y ahora sí que no hay marcha atrás. Junto con el final del tango, me besas.
Y entre el sondeo de tu lengua húmeda y ardiente, entre tus afilados dientes inhumanos, entre compases extintos, sin querer me doy por perdedora. Así de simple, sin conflictos internos, sin demostraciones de valor.
-Acepto las condiciones, mi ángel, porque tú sabes mejor cuál tiene que ser mi castigo. Lo único que te pido es… que no sea más duro de lo que pueda soportar. Lo único que te pido, es que no me duela más.- Mi voz se quiebra, pero las lágrimas no fluyen- Porque da igual a quién rece, a dios o a demonio. Tú eres ambos, tu eres soberano rey de mi eternidad. Haz con ella lo que te plazca.
Miro hacia el centro, buscando tu mirada aún oculta en la oscuridad. Hoy todo va a cambiar, hoy serás tú la puta y yo el furibundo amante. Hoy serás tú quien mueras. Sin pensar, me adentro hacia el escenario, sola, sabiendo que aparecerás de la nada.
Y lo haces a la par de los violines, me sujetas por la espalda con la mano izquierda y con la derecha empujas suavemente mi abdomen para que me deje caer. Qué rápido es siempre. Con el corazón en un puño, ayudándome de tus hombros, vuelvo a reincorporarme y te enfrento mientras entrelazas tu mano con la mía y ciñes firmemente la otra en mi cintura. Te miro, te enfrento y no me dejo amedrentar. Y marchamos hacia atrás.
Me giras, me agarras, me tumbas y yo te empujo, te guío y te aprieto. Das cuerda y seguidamente la estiras, y yo, sabiéndome capaz, clavo mis tacones al suelo y dejo que la cuerda me queme las manos. Estás más enfadado que nunca, lo sé, tus ojos parecen dos vórtices incendiarios.
Tiras la cuerda, con desazón, y te acercas y me tomas, escondes tu rostro en mi cuello.
-Eres irremediablemente mía.
Yo clavo mis ojos al techo, mientras volvemos a girar y entrecruzamos las piernas al compás.
-No puedes pedirme eso. No puedo darte tanto. No puedes hacerme esto.
-Yo sé que es lo que te conviene.- Susurras y me muerdes.
Vuelves a separarte, me haces girar sobre mi misma y mi espalda pegada a tu pecho. Tranquilamente, este podría ser un tango cualquiera. Eso sí, desde fuera. El gesto que nos delata es esa manía tuya de atarme a ti, de amarrarme a tu cuerpo. Por eso tus manos no sujetan mis muñecas sino mis codos.
-Te lo prohíbo.- te advierto, mirándote de reojo.
Tú me sueltas de golpe, retándome, clavándome los ojos, moviéndote como una pantera, rodeándome. Casi no respiro, soy incapaz de ello. Señor, dame fuerzas, rezo.
Me acechas, me rodeas más rápido y más cerca, casi hasta chocar con mis labios, soltando tu aliento sobre éstos. Me tomas de la nuca y ahora sí que no hay marcha atrás. Junto con el final del tango, me besas.
Y entre el sondeo de tu lengua húmeda y ardiente, entre tus afilados dientes inhumanos, entre compases extintos, sin querer me doy por perdedora. Así de simple, sin conflictos internos, sin demostraciones de valor.
-Acepto las condiciones, mi ángel, porque tú sabes mejor cuál tiene que ser mi castigo. Lo único que te pido es… que no sea más duro de lo que pueda soportar. Lo único que te pido, es que no me duela más.- Mi voz se quiebra, pero las lágrimas no fluyen- Porque da igual a quién rece, a dios o a demonio. Tú eres ambos, tu eres soberano rey de mi eternidad. Haz con ella lo que te plazca.
Y entonces, sólo entonces, me dejas caer de bruces al suelo. Y sé que soy la puta porque llevo corpiño, y que, como tal, no debo moverme.
Sólo esperar. Esperar a que él deje a las otras. Esperar a que vuelva. Esperar a que suene otro tango.
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