Es triste admitir que fui yo la culpable. Que fui yo quien destrozó mi propia felicidad. Tan ciega estaba que no veía ni quién eras, ni siquiera quién era yo.
Pensé, tan estúpida fui, que podía retenerte a mi lado, que si veías que había alguien que te quería, que se preocupaba por ti, que siempre tendría tiempo para ti, no te marcharías. Tan estúpida fui...
Me decía a mí misma "¡Lucha, no importa que ahora no lo vea, algún día se dará cuenta de que vales la pena!" Y me repetía "Jamás abandones, este es tu sitio, es lo que debes hacer"
Y cuando estaba tan cansada que no servía ninguna de esas promesas, murmuraba tu nombre en la oscuridad, una sola vez, y traía a mi memoria el olor a vainilla. Cuando por fin era capaz de dejar de llorar, iba corriendo al baño, llenaba la bañera y me dejaba sumergir entera mientras disfrutaba del silencio.
Habían un sinfín de recursos que me salvaban del naufragio. Pero un día no pude más. Algo se rompió dentro de mí, no sabría explicar el qué, pero lo cierto es que ocurrió. Y nada volvió a ser lo mismo.
Nunca volví a ser la misma.
Me di cuenta de que no era yo quien podía salvarte, que no era la indicada. Que esa felicidad que sentía al tenerte, no era compartida. No sólo no me correspondías, no podrías llegar a hacerlo jamás. Supe, entonces, que en tu vida sólo podía llegar a ser un simple extra, un rumor lejano, la canción que nadie volvería a cantar.
Que todo por lo que había luchado, no había servido de nada.
Mi propia Troya ardió y cuando quedé sin esperanzas, quise hacerte el mismo daño que tú me habías hecho. Pero qué equivocada estaba al prometer acabar con quien me había destrozado, pensando que eras tú, y al firmar el trato que me condenaría y con quien jamás debería haberlo hecho.
Me convertí en la víctima y el verdugo. Y ante eso, mi frágil estabilidad tembló: la ansiedad emergió como una sombra desde la oscuridad donde la había enterrado, mi corazón siempre enfermo se retorció y en mi pecho se clavaron mil minúsculas dagas, mi respiración tropezó y se volvió inconstante, un frío seco se instaló dentro de mí y caí rendida al suelo.
Tiempo después sabría que eran simples síntomas de mi enfermedad, pero en ese momento, creí saber qué era un trato cumplido. Creí morir. En ese momento, entendí que cada pérdida y cada mentira y cada verdad que me negué. Que cada excusa y cada despedida, fueron errores demasiado grandes y por los que tenía que pagar.
Y aún ahora, estoy convencida que algo de mí murió. Algo irrecuperable. Que se cumplió el trato y la víctima pagó el precio. Y el verdugo, el asesino, sufrió el mismo destino, pero pagó dos veces:
Viviendo sin vivir, muriendo sin poder morir.
Pensé, tan estúpida fui, que podía retenerte a mi lado, que si veías que había alguien que te quería, que se preocupaba por ti, que siempre tendría tiempo para ti, no te marcharías. Tan estúpida fui...
Me decía a mí misma "¡Lucha, no importa que ahora no lo vea, algún día se dará cuenta de que vales la pena!" Y me repetía "Jamás abandones, este es tu sitio, es lo que debes hacer"
Y cuando estaba tan cansada que no servía ninguna de esas promesas, murmuraba tu nombre en la oscuridad, una sola vez, y traía a mi memoria el olor a vainilla. Cuando por fin era capaz de dejar de llorar, iba corriendo al baño, llenaba la bañera y me dejaba sumergir entera mientras disfrutaba del silencio.
Habían un sinfín de recursos que me salvaban del naufragio. Pero un día no pude más. Algo se rompió dentro de mí, no sabría explicar el qué, pero lo cierto es que ocurrió. Y nada volvió a ser lo mismo.
Nunca volví a ser la misma.
Me di cuenta de que no era yo quien podía salvarte, que no era la indicada. Que esa felicidad que sentía al tenerte, no era compartida. No sólo no me correspondías, no podrías llegar a hacerlo jamás. Supe, entonces, que en tu vida sólo podía llegar a ser un simple extra, un rumor lejano, la canción que nadie volvería a cantar.
Que todo por lo que había luchado, no había servido de nada.
Mi propia Troya ardió y cuando quedé sin esperanzas, quise hacerte el mismo daño que tú me habías hecho. Pero qué equivocada estaba al prometer acabar con quien me había destrozado, pensando que eras tú, y al firmar el trato que me condenaría y con quien jamás debería haberlo hecho.
Me convertí en la víctima y el verdugo. Y ante eso, mi frágil estabilidad tembló: la ansiedad emergió como una sombra desde la oscuridad donde la había enterrado, mi corazón siempre enfermo se retorció y en mi pecho se clavaron mil minúsculas dagas, mi respiración tropezó y se volvió inconstante, un frío seco se instaló dentro de mí y caí rendida al suelo.
Tiempo después sabría que eran simples síntomas de mi enfermedad, pero en ese momento, creí saber qué era un trato cumplido. Creí morir. En ese momento, entendí que cada pérdida y cada mentira y cada verdad que me negué. Que cada excusa y cada despedida, fueron errores demasiado grandes y por los que tenía que pagar.
Y aún ahora, estoy convencida que algo de mí murió. Algo irrecuperable. Que se cumplió el trato y la víctima pagó el precio. Y el verdugo, el asesino, sufrió el mismo destino, pero pagó dos veces:
Viviendo sin vivir, muriendo sin poder morir.