La vida no era justa. Escupiste en el suelo, harto de pensar. No, la vida era cualquier cosa menos justa.
La calles se hacían más borrosas, la urbe temblaba con tu ira: las paredes mojadas de algo que parecía lluvia, las luces parpadeantes a lo lejos. Todo parecía gritar dentro de tu cabeza.
Dejaste atrás los bares de mala muerte tan cerca de casa, esos bares que se habían convertido en algo más que un simple pasatiempo. Y el diablo crecía.
Crecía tanto que parecía no haber vuelta atrás, tragaba lo bueno que quedaba de ti, dejando vacíos insondables y ardientes.
La puerta de madera que separaba la fría noche de mi hogar te pareció más liviana que nunca, así que ni siquiera parpadeaste cuando se estrelló contra la pared.
Ella te miró, entre cansada y desesperada y no pudiste aplacar el odio que sentías al verla. Te acercaste en un suspiro y la cogiste del pelo.
No gritó, como siempre, ni luchó: se dejó hacer. Y el diablo mordía fuerte en tus entrañas, insatisfecho. Quizá ya era demasiado tarde, ella también te había dejado solo.
La soltaste de golpe, viendo como inmóvil en el suelo, alcanzaba a sonreírte. Las náuseas bloquearon tus pensamientos y corriste al último lugar que podía devolverte la cordura.
La habitación, ya de por si pequeña, te pareció asfixiante a los pocos segundos. Arropaste a tu hija entre tus brazos, y te dejaste resbalar contra la pared.
La niña lloraba mientras tú la apretabas contra tu pecho. Sus alaridos casi parecían calmar ese dolor venenoso. Pero ella calló también.
Así que cuando cuando lo notaste, algo por fin murió dentro de tu mente: lo que te unía a esta realidad, la única luz que sobrevivía entre tanta oscuridad se extinguió.
Y volviste a ser un niño de nueve años cobijado por monstruos.
La calles se hacían más borrosas, la urbe temblaba con tu ira: las paredes mojadas de algo que parecía lluvia, las luces parpadeantes a lo lejos. Todo parecía gritar dentro de tu cabeza.
Dejaste atrás los bares de mala muerte tan cerca de casa, esos bares que se habían convertido en algo más que un simple pasatiempo. Y el diablo crecía.
Crecía tanto que parecía no haber vuelta atrás, tragaba lo bueno que quedaba de ti, dejando vacíos insondables y ardientes.
La puerta de madera que separaba la fría noche de mi hogar te pareció más liviana que nunca, así que ni siquiera parpadeaste cuando se estrelló contra la pared.
Ella te miró, entre cansada y desesperada y no pudiste aplacar el odio que sentías al verla. Te acercaste en un suspiro y la cogiste del pelo.
No gritó, como siempre, ni luchó: se dejó hacer. Y el diablo mordía fuerte en tus entrañas, insatisfecho. Quizá ya era demasiado tarde, ella también te había dejado solo.
La soltaste de golpe, viendo como inmóvil en el suelo, alcanzaba a sonreírte. Las náuseas bloquearon tus pensamientos y corriste al último lugar que podía devolverte la cordura.
La habitación, ya de por si pequeña, te pareció asfixiante a los pocos segundos. Arropaste a tu hija entre tus brazos, y te dejaste resbalar contra la pared.
La niña lloraba mientras tú la apretabas contra tu pecho. Sus alaridos casi parecían calmar ese dolor venenoso. Pero ella calló también.
Así que cuando cuando lo notaste, algo por fin murió dentro de tu mente: lo que te unía a esta realidad, la única luz que sobrevivía entre tanta oscuridad se extinguió.
Y volviste a ser un niño de nueve años cobijado por monstruos.
"Los hombres rara vez tienen el valor suficiente para ser o extremadamente buenos o extremadamente malos."
Niccolò Machiavelli-
Nunca se deja de crecer, por tanto, nunca podemos llegar al límite de lo bueno o malo, siempre hay algo que se puede superar.
ResponderEliminarLas personas adquirimos vicios, y esos vicios nos hacen pagar.