Emergió del agua con un sonoro inhalar, con los ojos cerrados. Dio un par de respiraciones bien profundas, saboreando el regusto salado y el cálido aire nocturno, abrió los ojos entonces, maravillándose con ese ultramarino que teñía su alrededor; y sus astros. Los contempló anonadada, flotando apaciblemente sobre la superficie, sus brazos en cruz y su corazón latiendo más deprisa que nunca. No recordaba haber visto jamás tantas estrellas juntas, ni tan brillantes, ni tan hermosas...ni tan lejanas.
Le dolió, tanto que ni siquiera puede llegar a recordarlo. Esa era su izquierda, su meta, su más firme reto pero también su insomnio, su monstruo y su condena: alcanzarlas, rozarlas con las yemas de sus dedos.
Centelleantes, parecían invitarla a nadar más lejos, a reunirse con ellas en el horizonte...otra vez. Sus queridas sirenas, cantando cada noche la más dulce de las nanas, melodía efímera que pudo llegar a matarla una vez. Y no pudo evitar seguirlas. Ellas, que eran su tentación, la sabrosa manzana, su perdición.
Como buena saturniana, dio brazadas largas y lentas, armónicas. Sin prisa, se alejaba de la costa, dejaba atrás lo conocido y se aventuraba de nuevo hacia las sinuosas aguas del oeste, aquellas que nunca eran acariciadas por el sol ni la lluvia ni el viento: aquellas donde sólo una eterna media noche reinaba.
Se disculpó, sollozando quedamente, de aquél que dejaba atrás. Sabía que no podía acompañarla, que él pertenecía al cambiante mundo de las sombras, donde una ardiente bola de fuego había descoronado su hermosa luna. Odiaba ese lugar.
-No te vayas.
Se congeló por la impresión de esa voz y se ahogó sin querer, notando a los pocos segundos un brazo que rodeaba su cintura y que la traía de vuelta a la superficie. Él, como el pez que era, se mantenía derecho de manera imposible en el mar. Ella quedó pegada a su pecho, respirando agitadamente al ver sus lágrimas.
-Vámonos a casa.-susurró, con la voz apagada.
Ella soltó dos lágrimas que se mezclaron en su piel húmeda. ¿Qué casa?, quiso gritarle, ¡Ese no es mi hogar! Le miró con odio amargo, mordiéndose los labios cuando él la tomó entre sus brazos y la cargó para llevarla a tierra. Andaban sobre el mar, al compás del corazón que tenía pegado a su oreja, al compás de los pequeños temblores que recorrían el antebrazo que tenía bajo las rodillas.
Oía cómo sus pequeñas sirenas desgarraban su voz para hacerla volver, oía cómo no se rendían, cómo aumentaban las promesas, cómo le pedían que no le escuchase.
-Está bien- dijo de repente-, sé que no deseas volver. Lo entiendo, crees que ese no es tu hogar...pero te equivocas. Nadas y nadas hacia la luna, hasta tus queridas estrellas, a las que crees pertenecer, pero ¿qué te dan ellas a cambio? ¿A caso fueron tus sirenas las que te salvaron cuando te ahogabas? ¿Fuero ellas las que te alimentaron o las que cuidaron tu sueño noche tras noche? No, no fueron ellas- Se dio cuenta de que apretaba los dientes, de que estaba enfadado y triste- Ellas fueron las culpables de tu...estado. Dices que debes alcanzarlas, llegar al horizonte, escúchame bien, no puedes. No alcanzarás esas malditas bolas de fuego ni nadarás intentando llegar a una línea inalcanzable. Es mejor que lo entiendas, porque no pienso permitir que te conviertas en otro Ícaro.
Se quedó con los ojos muy abiertos, se secaron las lágrimas en sus mejillas. Su mente, en blanco, no podía procesar lo que le decían. Al borde del colapso, sólo podía callar, el pánico la mantenía estática.
-Tú mejor que nadie lo sabes, debemos desear aquello que podemos tener y ser felices con lo que tenemos. ¿Cómo no vas a saberlo? Fuiste tú quien me lo enseñó...-Él bajó su mirada, dolido- Pero pareces haberlo olvidado todo. Vendrás conmigo, quieras o no, ahora me toca a mí volverte a cuidar, no debí dejar que salieras de noche a la playa, aún no.-Hizo una pequeña pausa, en la que sus ojos volvieron a cobrar vida- Espero que algún día entiendas que tus sirenas son monstruos, que la noche eterna acabará matándote, si no de frío, de hambre. Que no puedes nadar eternamente, que tu sitio es la tierra. Espero que algún día entiendas que tu luna es una impostora, un simple espejo que refleja, bizarro, lo que le conviene de la verdadera luz. Y que te engaña, mi amor, te miente.
Un silencio pétreo los rodeó por completo. Ahogándolos por separado dentro de sus laberintos mentales. Ella por fin habló.
-Es mi naturaleza.
Fue entonces cuando él supo que le mataría y que ella, tan débil como estaba, moriría ahogada con él; por ello no dejó de andar. La saturniana desplegó su aguijón plateado con el que acarició su amado neptuniano. Él la besó con vehemencia y la miró largamente, perdiendo sus últimas fuerzas.
-Buenas noches, Maa.
Notó cómo empezaban a hundirse, cómo los pies de su amado dejaban de repeler el agua y desaparecían en ella: su Kala se volvía océano. Se sintió feliz, sabía que moriría con él, entre sus brazos, como debía ser. Pero no sucedió, no llegó a ahogarse, su elemento se lo impidió, quedó de pie sobre la arena, el agua le llegaba por la cintura. Le vio desvanecerse y mezclarse, él, que brillaba con una luz azulada la rodeaba, le decía adiós...le miró hasta que se confundió con el resto de mar.
Caminó sobre la arena hasta llegar a la costa, se tumbó y cerró los ojos. Las sirenas callaban, el silencio era absoluto. Pero como por arte de magia, el mar empezó a acercarse hacia ella, con suavidad; venía y se iba. Se maravilló, jamás hubiese pensado que el agua llegaría a moverse por sí sola. Algo le dijo que era Kala.
Se volvió a recostar y cantó para él, que ahora mojaba sus pies, su Naptune.
Por fin habían encontrado la manera de volver a ser osezno y burbuja.
-¿Quién hizo las olas?
Le dolió, tanto que ni siquiera puede llegar a recordarlo. Esa era su izquierda, su meta, su más firme reto pero también su insomnio, su monstruo y su condena: alcanzarlas, rozarlas con las yemas de sus dedos.
Centelleantes, parecían invitarla a nadar más lejos, a reunirse con ellas en el horizonte...otra vez. Sus queridas sirenas, cantando cada noche la más dulce de las nanas, melodía efímera que pudo llegar a matarla una vez. Y no pudo evitar seguirlas. Ellas, que eran su tentación, la sabrosa manzana, su perdición.
Como buena saturniana, dio brazadas largas y lentas, armónicas. Sin prisa, se alejaba de la costa, dejaba atrás lo conocido y se aventuraba de nuevo hacia las sinuosas aguas del oeste, aquellas que nunca eran acariciadas por el sol ni la lluvia ni el viento: aquellas donde sólo una eterna media noche reinaba.
Se disculpó, sollozando quedamente, de aquél que dejaba atrás. Sabía que no podía acompañarla, que él pertenecía al cambiante mundo de las sombras, donde una ardiente bola de fuego había descoronado su hermosa luna. Odiaba ese lugar.
-No te vayas.
Se congeló por la impresión de esa voz y se ahogó sin querer, notando a los pocos segundos un brazo que rodeaba su cintura y que la traía de vuelta a la superficie. Él, como el pez que era, se mantenía derecho de manera imposible en el mar. Ella quedó pegada a su pecho, respirando agitadamente al ver sus lágrimas.
-Vámonos a casa.-susurró, con la voz apagada.
Ella soltó dos lágrimas que se mezclaron en su piel húmeda. ¿Qué casa?, quiso gritarle, ¡Ese no es mi hogar! Le miró con odio amargo, mordiéndose los labios cuando él la tomó entre sus brazos y la cargó para llevarla a tierra. Andaban sobre el mar, al compás del corazón que tenía pegado a su oreja, al compás de los pequeños temblores que recorrían el antebrazo que tenía bajo las rodillas.
Oía cómo sus pequeñas sirenas desgarraban su voz para hacerla volver, oía cómo no se rendían, cómo aumentaban las promesas, cómo le pedían que no le escuchase.
-Está bien- dijo de repente-, sé que no deseas volver. Lo entiendo, crees que ese no es tu hogar...pero te equivocas. Nadas y nadas hacia la luna, hasta tus queridas estrellas, a las que crees pertenecer, pero ¿qué te dan ellas a cambio? ¿A caso fueron tus sirenas las que te salvaron cuando te ahogabas? ¿Fuero ellas las que te alimentaron o las que cuidaron tu sueño noche tras noche? No, no fueron ellas- Se dio cuenta de que apretaba los dientes, de que estaba enfadado y triste- Ellas fueron las culpables de tu...estado. Dices que debes alcanzarlas, llegar al horizonte, escúchame bien, no puedes. No alcanzarás esas malditas bolas de fuego ni nadarás intentando llegar a una línea inalcanzable. Es mejor que lo entiendas, porque no pienso permitir que te conviertas en otro Ícaro.
Se quedó con los ojos muy abiertos, se secaron las lágrimas en sus mejillas. Su mente, en blanco, no podía procesar lo que le decían. Al borde del colapso, sólo podía callar, el pánico la mantenía estática.
-Tú mejor que nadie lo sabes, debemos desear aquello que podemos tener y ser felices con lo que tenemos. ¿Cómo no vas a saberlo? Fuiste tú quien me lo enseñó...-Él bajó su mirada, dolido- Pero pareces haberlo olvidado todo. Vendrás conmigo, quieras o no, ahora me toca a mí volverte a cuidar, no debí dejar que salieras de noche a la playa, aún no.-Hizo una pequeña pausa, en la que sus ojos volvieron a cobrar vida- Espero que algún día entiendas que tus sirenas son monstruos, que la noche eterna acabará matándote, si no de frío, de hambre. Que no puedes nadar eternamente, que tu sitio es la tierra. Espero que algún día entiendas que tu luna es una impostora, un simple espejo que refleja, bizarro, lo que le conviene de la verdadera luz. Y que te engaña, mi amor, te miente.
Un silencio pétreo los rodeó por completo. Ahogándolos por separado dentro de sus laberintos mentales. Ella por fin habló.
-Es mi naturaleza.
Fue entonces cuando él supo que le mataría y que ella, tan débil como estaba, moriría ahogada con él; por ello no dejó de andar. La saturniana desplegó su aguijón plateado con el que acarició su amado neptuniano. Él la besó con vehemencia y la miró largamente, perdiendo sus últimas fuerzas.
-Buenas noches, Maa.
Notó cómo empezaban a hundirse, cómo los pies de su amado dejaban de repeler el agua y desaparecían en ella: su Kala se volvía océano. Se sintió feliz, sabía que moriría con él, entre sus brazos, como debía ser. Pero no sucedió, no llegó a ahogarse, su elemento se lo impidió, quedó de pie sobre la arena, el agua le llegaba por la cintura. Le vio desvanecerse y mezclarse, él, que brillaba con una luz azulada la rodeaba, le decía adiós...le miró hasta que se confundió con el resto de mar.
Caminó sobre la arena hasta llegar a la costa, se tumbó y cerró los ojos. Las sirenas callaban, el silencio era absoluto. Pero como por arte de magia, el mar empezó a acercarse hacia ella, con suavidad; venía y se iba. Se maravilló, jamás hubiese pensado que el agua llegaría a moverse por sí sola. Algo le dijo que era Kala.
Se volvió a recostar y cantó para él, que ahora mojaba sus pies, su Naptune.
Por fin habían encontrado la manera de volver a ser osezno y burbuja.
-¿Quién hizo las olas?
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