La noche era fría, las calles de esa ciudad en ruinas estaban desiertas. Ni un alma osaba salir de su hogar. El ruido de las bombas se asemejaba a un incesante goteo de un grifo mal cerrado. Cada gota cien vidas. Cada explosión se escurría por las cañerías. Las ventanas cerradas, las cortinas hechas harapos reposaban en el suelo, testigos del incidente.
La chica que una vez lo tuvo todo, miró la luz que provenía des del exterior con ojos huecos, mientras lloraba sin lágrimas sobre su ciudad natal. O lo que quedaba de ella: ese inmenso agujero que ahora era Barcelona. Y aunque sólo podía intuirlo gracias a la luz lunar (nunca lo había visto a la luz del día por el peligro de ser descubierta), le parecía conocerlo perfectamente.
La chica que de pequeña quiso ser artista se dijo que mirar por la ventana no le traería nada bueno. Por eso se giró y sin usar el tanteo que había necesitado en un principio, sorteó una mesa que cojeaba de una pata y que nadie tuvo tiempo de arreglar y se acomodó en el pequeño sillón de cuero roto. Echó mano al tesoro que se había encontrado esa misma noche (a penas unas horas antes) en su búsqueda de comida, el último paquete de Camel que vería en su vida y que le hizo recordar a su madre. Esa mujer a veces rubia y tantas otras morena o pelirroja o rubia de nuevo, con un humor que cambiaba dos veces cada hora. Siempre triste, casi nunca tal vez, tan sólo melancólica. Porque es verdad, su madre siempre parecía ver cosas que los demás no podían ver.
Le vino a la mente que una vez, antes de la guerra y el hambre, pensó que su madre no pertenecía a este mundo (o a esta realidad o vida). Que había visto algo más allá y lo que sea que fuese, fue maravilloso y cuando tuvo que regresar, nunca volvió a ser la misma, sólo una sombra de lo que fue. La chica que nunca vio Liverpool, solía preguntarse si alguna vez llegaría a conocerla.
Cerró los ojos y se encendió uno de los cigarros maltrechos. Recordó (mientras la nicotina hacía de relajante) la frase de un libro que no pudo acabar: "Si la maternidad es el Sacrificio personificado, entonces el sino de la hija significa una Culpa que nunca es posible de expiar". Tiempo después, una brisa de aire helado le erizó el vello e hizo que volviese a mirar por la ventana. Estaba a punto de salir el sol.
Se levantó, apagó el segundo cigarro en el suelo de lo que parecía linóleo y volvió a apostillarse en la ventana.
Sabía que debía retirarse, que ellos saldrían a registrar la zona, pero sus pies parecían clavados en el suelo. Suspiró, ya se temía que ese día llegaría pronto e intentó luchar contra su repentina parálisis, a penas consiguiendo virar el rumbo de su mirada, girando sobre sus talones hasta quedar de espaldas.
"Es fácil, así que simplemente hazlo" Le susurró la voz de su madre.
Y aunque nunca volvió a verla, a la luz del día, Barcelona no le pareció tan distinta: con el agujero o sin él, el cielo seguía siendo inmenso y azul.
La chica que una vez lo tuvo todo, miró la luz que provenía des del exterior con ojos huecos, mientras lloraba sin lágrimas sobre su ciudad natal. O lo que quedaba de ella: ese inmenso agujero que ahora era Barcelona. Y aunque sólo podía intuirlo gracias a la luz lunar (nunca lo había visto a la luz del día por el peligro de ser descubierta), le parecía conocerlo perfectamente.
La chica que de pequeña quiso ser artista se dijo que mirar por la ventana no le traería nada bueno. Por eso se giró y sin usar el tanteo que había necesitado en un principio, sorteó una mesa que cojeaba de una pata y que nadie tuvo tiempo de arreglar y se acomodó en el pequeño sillón de cuero roto. Echó mano al tesoro que se había encontrado esa misma noche (a penas unas horas antes) en su búsqueda de comida, el último paquete de Camel que vería en su vida y que le hizo recordar a su madre. Esa mujer a veces rubia y tantas otras morena o pelirroja o rubia de nuevo, con un humor que cambiaba dos veces cada hora. Siempre triste, casi nunca tal vez, tan sólo melancólica. Porque es verdad, su madre siempre parecía ver cosas que los demás no podían ver.
Le vino a la mente que una vez, antes de la guerra y el hambre, pensó que su madre no pertenecía a este mundo (o a esta realidad o vida). Que había visto algo más allá y lo que sea que fuese, fue maravilloso y cuando tuvo que regresar, nunca volvió a ser la misma, sólo una sombra de lo que fue. La chica que nunca vio Liverpool, solía preguntarse si alguna vez llegaría a conocerla.
Cerró los ojos y se encendió uno de los cigarros maltrechos. Recordó (mientras la nicotina hacía de relajante) la frase de un libro que no pudo acabar: "Si la maternidad es el Sacrificio personificado, entonces el sino de la hija significa una Culpa que nunca es posible de expiar". Tiempo después, una brisa de aire helado le erizó el vello e hizo que volviese a mirar por la ventana. Estaba a punto de salir el sol.
Se levantó, apagó el segundo cigarro en el suelo de lo que parecía linóleo y volvió a apostillarse en la ventana.
Sabía que debía retirarse, que ellos saldrían a registrar la zona, pero sus pies parecían clavados en el suelo. Suspiró, ya se temía que ese día llegaría pronto e intentó luchar contra su repentina parálisis, a penas consiguiendo virar el rumbo de su mirada, girando sobre sus talones hasta quedar de espaldas.
"Es fácil, así que simplemente hazlo" Le susurró la voz de su madre.
Y aunque nunca volvió a verla, a la luz del día, Barcelona no le pareció tan distinta: con el agujero o sin él, el cielo seguía siendo inmenso y azul.