Me senté agotada en ese vagón vacío,
en un asiento de mala muerte
con curiosas y deshilachadas costuras,
de cuero roto y sucio,
marrón rojizo y polvoriento.
Ladeé la cabeza levemente,
mientras el tren se ponía en marcha:
mi alrededor tembló,
chirriaron las ruedas a lo lejos,
el cristal zumbó y partimos.
No sabría decir qué hora era,
el sol reinaba, ahí encima,
esplendoroso, pero tan lejano que dolía.
No sabría decir si era invierno o verano:
mi bosque, mi hogar, lo nublaba todo.
Pero esos los árboles desaparecieron,
y el verde frondoso detrás de la ventana son ellos.
Y sólo quedó mar. Inmeso.
El tren seguía su línea,
bifucando ese cielo acuoso.
La libertad, la perfección de ese momento,
como parte de mi, se fundió en mi mente.
La ausencia momentania de dolor,
era droga disuelta en ese mar.
Quedé rendida a sus encantos.
Entre divagaciones, pensé que ese podría ser mi horgar,
un sitio dulce, ameno y apacible,
donde hallar paz hasta que mi tiempo se agotase.
Me maravillé un vez más,
"Ay mi amor..."
Con nostalgia, empañé el cristal que me separaba de ese paraíso,
Lloré en silencio, aunque nadie podía oírme,
agonicé la pérdida de ese trayecto aún sin finalizar,
me acurruqué aun más en mi asiento.
¿Cómo podría disfrutar de algo que acabaría?
Sonreí, al final, sabiéndome infantil,
"no hay nada más hermoso que algo perecedero" me dije,
recorrí con la mirada un vagón que me sabía de memoria,
y aun sabiendo que esa felicidad no sería eterna,
aún faltaban muchas paradas para llegar a la mía.