Tendría apenas siete años cuando de pié, delante de esa puerta, la oscuridad parecía engullirme. Sí, rondaría los siete cuando ese miedo irracional, se volvería parte de mi día a día.
Era pasada la media noche y la casa estaba más vacía que nunca. Sollozaba acurrucada en mi cama, había tenido una pesadilla y me encontraba aterrorizada. Mi cabeza iba a cien por hora, intentando no mirar las sombras de los arboles, ni prestar atención a los ruidos en el pasillo.
Tardé más de media hora en pisar el suelo. Terriblemente asustada por los monstruos que podían habitar bajo mi cama, coloqué primero uno, con cautela y rápidamente puse el otro para alejarme de las posibles garras.
Oía el aleteo de mi corazón martilleando mis tímpanos, notaba cómo el aire bajaba por mi garganta como una lija y el frío agradable del suelo bajo mis pies descalzos. Recuerdo que pensé, con los ojos muy abiertos para intentar vislumbrar algún movimiento extraño, que si salía algún monstruo intentaría hablar con él.
"Los monstruos son como las personas: no tienen porqué ser malos, a veces, sólo quieren que les escuchen." Me convencí.
Me encaminé hasta la puerta, aún mirando de reojo y salí al pasillo. Empalidecí cuando me pregunté si los nuevos monstruos serían igual que los de mi habitación. Ellos nunca me habían hecho nada, ¿Tendrían estos la misma consideración? Respiré hondo y pasé a toda prisa, sin respirar.
"Haku salva así a Chihiro. Debe funcionar."
Tomé una gran bocanada de aire cuando llegué a su puerta, apoyé sin querer una mano en el espejo, aquél que había pintado años atrás mi madre y que sigue pareciéndome hermoso. Fijé mis ojos es la puerta de madera, indecisa. Miré mis manos, casi calculando si serían lo bastante fuertes como para despertarla. Tragué con apuro y llamé.
¿Cuántas? ¿Tres, cinco? Tal vez ocho...
Aclaré mi garganta con rapidez, incómoda de repente por la creciente lobreguez que me rodeaba. Gimoteé.
-¿Celia?
Esperé, apoyando la oreja contra la puerta, rezando por escuchar algo. Nada. Insistí, alzando un poco más la voz, pero el resultado fue el mismo. Me dejé escurrir hasta el suelo, recogiéndome sobre mi misma y rompí en llanto, cada vez más asustada y perdida.
-Celia, por favor...no molestaré.
Volví a llorar con más fuerza, esperando que me oyera. No podía entender porqué me hacía eso, no comprendía cómo podía dejarme abandonada de esa manera.
"No es justo."
Y monté en cólera.
Me levanté de un salto, olvidando con envidiable rapidez mis miedos. Aporreé la puerta con todas mis fuerzas, chillando su nombre, maldiciéndola. Quise destrozar su puerta, romper ese maravilloso espejo: pero no pude, no era ella. Así que grite hasta que me ardió la garganta y volví a caer al suelo, exhausta, dejando reposar la cabeza contra el marco. Cerré los ojos.
-...Perdón.
La puerta se abrió de par en par, con un estruendo brusco, mi frente rebotó contra el suelo e intenté apartarme tan rápido como mi manos, resbalando por el sudor, me permitieron, aterrorizada.
Ella estaba allí, apenas una sombra alta y delgada, con el pelo suelto, oscuro como el océano. Su piel, nívea de por sí, parecía más pálida que nunca por la luz lunar; los rasgos, finos, tallados a mármol, tensos como el acero.
Y sus ojos...pude perderme en ellos irrevocablemente, tan densos, opacos, carentes de expresión. Dos ópalos perdidos en un mar lúgubre lleno de desprecio, ira e indiferencia, brillaban nítidos bajo la sobra de sus largas pestañas. No pude sino echarme a temblar.
-Celia yo n-
-Fuera.
Su voz, a priori irreconocible para mi, flotó durante un instante en el aire, antojándoseme un golpe seco en la quijada. Me quedé allí, paralizada, sólo pudiendo mirarla fijamente. Aspiré un poco de aire frío, tomando fuerzas para volver a suplicar. Bajé la mirada hasta sus pies descalzos.
No me dio tiempo a reaccionar: soltó la frase que lo cambiaría todo y desapareció.
Permanecí inmóvil, siendo apenas consciente del frío que empezaba a hacerme tiritar. Mi corazón latió más lento que nunca y creí fundirme con ese último latido.
Amparada por monstruos me desvanecí.
"-Me das asco."