Lloraban, amargamente. Todas.
Una madre, desgarrando la voz, vociferaba su nombre postrada de rodillas en el suelo. Todas ellas, lamentándose, cogiéndose inútilmente de unas sábanas blancas y desiertas.
No había espacio para consuelos, se limitaban a sufrir su propio dolor, inmune al de las otras. Temblaban, maldecían, daban golpes, pero nadie corría en su ayuda. Las puertas estaban cerradas a cal y canto, igual que las ventanas, exceptuando una.
-¡Qué tragedia!- se oyó, de fondo, la voz de una mujer mayor.
-¡Qué horror!- replicó otra.
-¡Qué joven y qué bella!
Los lloros se intensificaron.
La madre, con ojos velados, intentó ver más allá de las sombras.
-Corred las cortinas, -masculló- no quiero que entre la luz.
Las dos mujeres hicieron lo debido y regresaron a su posición.
-Señora, lo lamento muchísimo.- un hombre, con aspecto apesadumbrado, se acercó a ella, tocándole ligeramente el hombro.
-Mi hija, Victor...mi vida...se fue...
Bajó su mentón y dejó que sus ojos hinchados se cerraran. Abrió los ojos con incredulidad, y se volvió a sumir en su desgracia.
-¡Mi hija!
Se tendió en el suelo, acurrucándose sobre si misma, tapándose la cara con ambas manos, sollozando.
-Señora, iré a buscar sus medicamentos, volveré enseguida. Por favor, no haga nada de lo que pueda arrepentirse.
Avanzó a paso presto hacía la puerta.
-Ya estoy muerta, Victor...aquí- bajó una de sus manos a su pecho- ya no me queda nada...- y lo volvió a subir, ocultado su rostro desencajado.
-¡Virgen santa!- Gritó una.
-¡Ay, señora!- Le siguió la otra.
Las dos mujeres corearon sus lamentos, afligidas, retirándose las lágrimas con pañuelos de seda azul.
-Enseguida vuelvo.
La puerta se cerró y los lamentos pararon, la habitación se sumió en un profundo silencio, aguardando, quizá, un extraña revelación.
-¿Qué debemos hacer ahora, señora? Preguntó una de ellas.
La mujer, tirada en el suelo, se retiró las manos de la cara y miró a la oscuridad frente a ella.
-El espectáculo debe continuar, Gloria, es lo que ella habría deseado.
Y es cierto, Eva, Evita, merecía una despedida por todo lo alto. Y ellas se encargarían de hacerlo: de hacer la mayor tragedia que el mundo hubiese visto.
Una madre, desgarrando la voz, vociferaba su nombre postrada de rodillas en el suelo. Todas ellas, lamentándose, cogiéndose inútilmente de unas sábanas blancas y desiertas.
No había espacio para consuelos, se limitaban a sufrir su propio dolor, inmune al de las otras. Temblaban, maldecían, daban golpes, pero nadie corría en su ayuda. Las puertas estaban cerradas a cal y canto, igual que las ventanas, exceptuando una.
-¡Qué tragedia!- se oyó, de fondo, la voz de una mujer mayor.
-¡Qué horror!- replicó otra.
-¡Qué joven y qué bella!
Los lloros se intensificaron.
La madre, con ojos velados, intentó ver más allá de las sombras.
-Corred las cortinas, -masculló- no quiero que entre la luz.
Las dos mujeres hicieron lo debido y regresaron a su posición.
-Señora, lo lamento muchísimo.- un hombre, con aspecto apesadumbrado, se acercó a ella, tocándole ligeramente el hombro.
-Mi hija, Victor...mi vida...se fue...
Bajó su mentón y dejó que sus ojos hinchados se cerraran. Abrió los ojos con incredulidad, y se volvió a sumir en su desgracia.
-¡Mi hija!
Se tendió en el suelo, acurrucándose sobre si misma, tapándose la cara con ambas manos, sollozando.
-Señora, iré a buscar sus medicamentos, volveré enseguida. Por favor, no haga nada de lo que pueda arrepentirse.
Avanzó a paso presto hacía la puerta.
-Ya estoy muerta, Victor...aquí- bajó una de sus manos a su pecho- ya no me queda nada...- y lo volvió a subir, ocultado su rostro desencajado.
-¡Virgen santa!- Gritó una.
-¡Ay, señora!- Le siguió la otra.
Las dos mujeres corearon sus lamentos, afligidas, retirándose las lágrimas con pañuelos de seda azul.
-Enseguida vuelvo.
La puerta se cerró y los lamentos pararon, la habitación se sumió en un profundo silencio, aguardando, quizá, un extraña revelación.
-¿Qué debemos hacer ahora, señora? Preguntó una de ellas.
La mujer, tirada en el suelo, se retiró las manos de la cara y miró a la oscuridad frente a ella.
-El espectáculo debe continuar, Gloria, es lo que ella habría deseado.
Y es cierto, Eva, Evita, merecía una despedida por todo lo alto. Y ellas se encargarían de hacerlo: de hacer la mayor tragedia que el mundo hubiese visto.