El aspecto de las mañanas es indiferente porque lo único que te preocupa es llegar a clase cuanto antes para trabajar y olvidar el mundo. Olvidar que las emociones son más complicadas que un esqueleto humano. Más intangibles que las marcas de humedad en la pared. Más incomprensibles que la causa de la muerte de un pobre cuerpo de más de quinientos años que lleva demasiado tiempo esperando que alguien lo saque del anonimato.
Por eso es indiferente que sea un día soleado de primavera en que las flores cubren de colores la ciudad, porque, simplemente, no las ves.
O que sea un triste día gris de invierno, frío y lluvioso, porque la única diferencia está en la necesidad de un paraguas.
O que se trate de un caluroso día de verano en que la sombra no ofrece un respiro, porque allí la temperatura debe ser constante y no se notará el bochorno.
Tampoco apreciarás las sutiles variaciones de colores del otoño, ni los árboles perdiendo su frondosidad un año más, porque es sólo una imagen de fondo.
Y así, las estaciones pasan. Lo ves, pero no lo vives.
El tiempo pasa, pero tú, permaneces.
Las mañanas se funden con las tardes en un suspiro y no dejan posibilidad de pensar. La mente simplemente se evade en un continuo estado de análisis. La concentración es fácil. El cansancio no llega hasta mucho después de lo deseado. Y entonces, la noche.
Las noches son todas iguales. Oscuras. En el peor sentido de la palabra. La oscuridad hace que salgan los peores monstruos de debajo de la cama. Los recuerdos de una infancia absurdamente feliz arrancada con dolor en la adolescencia.
Miedo. Al abandono. A los sentimientos. Al amor. A la esperanza. Miedo a no saber querer. Miedo a querer demasiado. Miedo a sufrir.
Esas son las noches en que no sabes quién eres. Querrías poder ser la adulta en que se habría convertido aquella niña si sus padres no se hubieran marchado porque sería una mujer sin miedo a que cualquiera a quien tome cariño la abandone.
O la adulta en que se habría convertido la adolescente que adoraba a su hermano hasta que se fue, porque el abandono de sus padres los habría unido y sería una mujer que sabría lo que es una familia.
O la adulta que hubiese resultado de una familia de acogida estable cariñosa y comprensiva, que no tendría miedo de no ser suficiente para que alguien la quiera.
Pero eres el resultado de múltiples decepciones, y el miedo es normal. Lo bueno es que todo eso te ha hecho fuerte. Fuerte para poder enfrentarte a cualquier situación, para solucionarla y seguir adelante. Fuerte para que no te duelan las heridas que se abren mientras caminas. Fuerte para sobrevivir.
A veces esos monstruos que aparecen por la noche son sin embargo amables. Te arropan y se convierten en un poco de luz.
Son recuerdos que duelen porque no son más que imágenes borrosas que ya han sido realidad y no volverán, que puede que incluso se diluyan con el tiempo y sea como si nunca hubieran existido. Pero mientras existen te iluminan un poquito, y recobras un poquito de esperanza. Te permiten ver que a tu alrededor hay gente que permanece. Gente que a pesar de estar en las sombras, se acercan a ti a ciegas, sin importarles tropezar por el camino, o caerse, sólo para llegar a tu lado. El miedo se disuelve en la claridad de la mañana. Y llega la comprensión.
Alguien, al final, te abre los ojos a las cosas que no ves porque estás demasiado ocupada intentando esconder los monstruos debajo de la cama, tanto que no te fijas en que a la gente de las sombras no le importan tus monstruos, no se moverán de ahí.